De los cinco, descontado yo, el afortunado, queda uno con los meollos abrasados por electrodos; los otros tres desaparecieron de mala manera. Coleaba aún la posguerra en forma de franquismo abiertamente cruel. Había cauces temerosos de resistencia y nosotros estábamos (muy solos, es verdad) en alguno de ellos. Sufríamos mejor que luchábamos; poca cosa, ciertamente, a los efectos históricos.
Y así eran los contenidos de nuestra conciencia: no tenía sentido el pensamiento con fundamentos académicos, ni la expresión que, de alguna manera (que ignorábamos), no estuviese en trama con lo que he llamado resistencia. La experiencia estética era inseparable del sufrimiento. Jorge, sin apenas salir del silencio “un silencio temible, como lo era también su enorme ternura), era nuestro maestro (maestro no es la palabra exacta, pero no encuentro otra mejor) en un espacio de pobreza y miedo. Sigue siendo mi maestro.
Vivía en un suburbio leones. No había grifos en su casa. Había nacido en Nueva York (la emigración anterior a la República) y pasado la niñez y la adolescencia en Río tinto (en su memoria de pintor, las enormes cárcavas rojas del cobre). Ahora -un ahora ya lejano-, desde un poblado de vertederos y arroyos, al pie de las bodegas terrestres excavadas en las lomas coronadas por espinos, bajaba a León pedaleando. Atravesaba caminos entre sebes cubiertas por la escarcha de los largos inviernos. Vería, abajo, la ciudad envuelta en la sucia niebla matinal.
Trabajaba largas horas dibujando en cristal con ácidos. A veces, bebía. Tenía los ojos claros, con una claridad como la que podría producirse en la España
represada de acero y lágrimas (me doy cuenta de que esto resulta muy “literario”, pero, en ocasiones, esta es la manera de representar una verdad. Dice Hermann Broch que “El símbolo es realidad en las cercanías de la muerte”, y algo de esto ocurre aquí, hay una verdad inolvidable pero yo no sé decir nada con una sola y sencilla palabra). Creo que estoy divagando pero no borraré nada, sin embargo, algo que pesa en mi corazón ha debido de entrar en las divagaciones.
En la memoria de Jorge, cerca de las cárcavas rojas, había un hospital blanco en el que su madre agonizaba, y, en este espacio, la gran herida -ya siempre abierta en el amor incesable- deducida simplemente de la tisis histórica unida al viejo anecdotario del franquismo. La orfandad de Jorge fue de una especie determinante y terrible. “ Ayer y hoy son el mismo día en mi corazón“, he escrito yo en algún lugar. Así era Jorge. A las sebes blancas de Trobajo del Camino y a los ácidos (recuerdo que los perros Olfateaban sus manos con temor cuando los acariciaba) volvían siempre la desaparición maternal, los mineros del cobre y, asunto aparentemente extraño (Jorge era fríamente agnóstico) , una música piadosa: el rosario de la aurora en Nerva; suaves tonadas en el amanecer, acompañadas de violín y campanilla en los márgenes de la pobreza proletaria. Había música en la orfandad de Jorge: escuchaba con pasión a Bela Bartok, pero también, alguna vez, él mismo, tenuemente, en el límite de la melancolía, entonaba los campanilleros, y la copla era aún más hermosa y cargada de tiempo que en la voz de Concha Piquer. Su voz se oía en el pasado. En ocasiones -otra enseñanza de la memoria-, imitaba el delgado clamor del chamariz. (Vuélvase a leer aquí el final del párrafo anterior, relativo a las divagaciones).
Por cierto que, en aquellos años cuarenta, la noción del proletariado no tenía el tinte arqueológico que hoy se le ha añadido, aunque aún Marx y sus concordantes (pese a la “ debacle “ del comunismo institucionalizado, explotaba después, como se sabe por democracias mafiosas). No hayan sido invalidadas en cuanto a el entendimiento de lo que puedan ser la pobreza y sus causas. Pero esto no importa demasiado a los efectos de mi asunto; yo solo quiero escribir de Jorge, de su silencioso magisterio. ¿Magisterio? ¿Con qué contenidos? Nadie espere una declaración organizada Y denotativa. Lo diré a nuestra manera.
Se trataba -se trata- del aprendizaje de una fraternidad sin esperanza; de entender simultáneamente, en una misma expresión, a Marx y Antonio Machado (nadie se espante que es cosa bella y posible): de saber que la palabra o la superficie pictórica tenían que ver (bajo condición, en otro caso, de no ser nada) con el sufrimiento y el amor de la resistencia, pero que esto no había que decirlo, sino hacer sustancia de ello en mixtura con una serenidad -o una tensión- formal.
Así era el pensamiento de Jorge; hacía que lo supiésemos, pero él apenas hablaba. No era lo suyo. Se expresaba con actos -contradictorios, muchas veces- o, con breves y llanas parábolas que hacían sensible, por ejemplo, la felicidad de cuerpos femeninos; o el miedo -en él estaba la cultura andaluza- y el placer ante la cadenciosa suavidad de pequeñas serpientes entre hierbas húmedas; o la belleza de un poco de azafrán sobre azulejos blancos; o la tristeza de los rostros bajo la luz del carburo. ¿Me he perdido otra vez? Creo que no. Todo esto-el magisterio (?) de Jorge- tiene que ver con la estética de la pobreza, con la poesía y la perspectiva de la muerte, con el sentido del arte dentro de un tiempo “ especializado “ en la injusticia. Me enseñó a ver, si existía, la serenidad pictórica en un rostro torturado, o la sombra azul y el drama de los sarmientos en las viñas abrasadas por el frío, o el valor musical de un gemido, o a silbar al mediodía de la ira. Aún vivo en estas enseñanzas.
Hace, quizá, 30 años, pasé una semana de inquietud; Jorge no se daba a ver, no bajaba al trabajo. Subí yo a su casa en la altura del alfoz. Había una gran nevada y mucha y clara luz invernal sobre la nieve. A pesar del frío, Jorge estaba sentado a la puerta de la casa. Le hice una pregunta simple: “ ¿Qué estás haciendo ahí ? “. Me miró con sus ojos puros y temibles (ya lo he dicho: semejantes a la reunión de acero y lágrimas) y me contestó suavemente, reprimiendo la cólera y la ternura: “ ¿eres tonto? ¿no lo ves? Estoy cuidando de la nieve”.
No pudo soportar su propia lucidez. Me duele poner todo esto en escritura. Trivialidad, traición; algo así puede haber en hacer de Jorge tema para una página ¿impudicia en un asunto sagrado? No lo sé. El alcanzaba sabiduría en silencio y yo no.
Pero él fue -es- mi único maestro (sí, decididamente: maestro; quede la incógnita, en todo caso, para la disciplina) y algo suyo está en mí. No se equivocaron plenariamente
los críticos que antes decía: quizá alguna vez yo he sido o voy a ser el vigilante de la nieve. -Antonio Gamoneda -